“¿Sabe usted cantar?”. Cuando te llamas Reginald James y eres un prestigioso físico que se presenta, entre otros 5000 candidatos, a formar parte del selecto grupo que partirá próximamente hacia la Antártida en una de las expediciones más célebres que conocerá el siglo XX, esta pregunta como mínimo te sorprende.
Corría 1914 y el famoso explorador británico Ernest Shackleton reclutaba de esta particular manera a los miembros de su próxima expedición: la Expedición Imperial Transantártica. El objetivo de dicha expedición era atravesar el continente helado de parte a parte, proeza no realizada por ningún ser humano anteriormente.
Más allá de la pericia técnica, Shackleton valoraba en los hombres que le acompañarían un cierto temperamento y coraje, además de determinadas cualidades humanas que les permitieran relacionarse entre ellos civilizadamente, aún en las peores condiciones. Y no debió de elegir mal, dado el resultado que tuvo finalmente la aventura.
Fue así como se unieron a la odisea personajes como el experto capitán del Endurance (el principal barco de la expedición) Frank Worsley, el carpintero Harry McNish, que cobraría más tarde un inesperado protagonismo, el experimentado aventurero Tom Crean o John Vincent y Timothy McCarthy, los marineros que completarían el equipo crucial que consiguió salvarlos a todos. Para liderar el segundo barco de la expedición, el Aurora, que debía esperarles al otro lado de la Antártida, Shackleton eligió al capitán Aeneas Mackintosh. Y así hasta completar los 56 hombres que, 28 en cada uno, ocuparon los dos barcos que zarparon de Plymouth el 8 de agosto de 1914.
Desafiando los consejos de los balleneros que advertían de que el verano se terminaría antes de lo normal ese año, Shackelton y sus hombres comenzaron su gran desafío zarpando de las islas Georgias del Sur el 5 de diciembre. Al poco tiempo, comenzaron a entorpecerles el paso grandes témpanos de hielo que pronto se convirtieron en una barrera casi infranqueable. El Endurance se vio acorralado por el hielo y a pesar de los esfuerzos de la tripulación por desbloquear el timón y abrirse paso a empujones, el imparable avance del invierno terminó por atrapar el casco, dejando el barco varado e inservible.
La tripulación descendió al hielo montó un campamento a su vera. El plan era esperar así a que los grandes témpanos se derritiesen con la llegada del verano, pero tal posibilidad quedó frustrada al romper la presión del hielo el casco del Endurance, que se resquebrajó y se hundió en aguas del mar de Weddell el 21 de noviembre de 1915.
En previsión de este desastre, Shackleton había ordenado desembarcar los botes y las provisiones, por lo que afrontaron tan desesperada situación con algo de optimismo. Avanzaron hacia el oeste con el fin de aproximarse a la tierra más cercana y, cuando ya no pudieron avanzar más, acamparon a la espera del deshielo. Esperaron y esperaron, alimentados por los perros sacrificados y por la creatividad del cocinero, que improvisó nuevos platos a base de foca y pingüino, y elaboró con su grasa lámparas y hornillos. Bautizaron aquel campamento como “Campamento Paciencia”. Desde que el Endurance quedara atrapado, sus vidas bascularon entre el miedo a la muerte por congelación y una espera del deshielo eterna y desquiciante. Tal vez no hubieran soportado tanta incertidumbre de no haber fomentado Shackleton juegos y entretenimientos que iban desde campeonatos de fútbol a la lectura de la Enciclopedia Británica. Cuando el hielo comenzó a agrietarse pudieron montar en los botes y salir navegando de aquel atolladero. Fue así como, tras meses de penalidades e incertidumbres, arribaron a la costa de la Isla Elefante, en las Shetland del Sur. Los hombres corrieron y saltaron de alegría en lo que era la primera tierra firme que pisaban desde hacía muchos meses.
Ernest Shackleton se distinguió por proteger a sus hombres como lo hubiera hecho un padre con sus hijos. Se cuenta incluso que cedió sus guantes a un compañero que había perdido los suyos, sufriendo por ello la congelación de los dedos. Aunque los hombres estaban alegres de haber hallado tierra firme, Shackleton sabía por su experiencia como marino y explorador que nadie les encontraría en aquella isla tan apartada de todas las rutas balleneras o comerciales. Por eso, nada más alcanzar la Isla Elefante, el jefe de la expedición se puso a urdir un plan de escape de la misma.
Escogió a seis hombres, él incluido. Encargó al carpintero que reforzara lo mejor posible uno de los botes y con esos escasos seis metros de eslora y provisiones para un mes se lanzaron al mar para alcanzar las islas Georgias del Sur, a 1.300 km de distancia. Esta travesía, sorteando tormentas antárticas capaces de volcar a un buque de gran tamaño, ha pasado a la historia como una de las proezas náuticas más increíbles jamás realizadas. Guiados por la pericia del capitán Worsley, ateridos de frío y escasamente alimentados, los seis hombres consiguieron desembarcar, no sin dificultades, en la costa sur de la isla de destino. Sabedor de que en el extremo opuesto había un puesto ballenero, Shackleton ordenó esperar allí a los más debilitados y, junto con Worsley y Crean, se lanzó a una travesía a pie a través de las montañas y glaciares que se interponían entre ellos y su objetivo.
El 20 de mayo, en el puesto ballenero noruego Stromness se avistó la llegada de tres hombres en penosas condiciones de suciedad y debilidad. Era el principio del fin de la aventura.
Shackleton envió un bote a rescatar a los tres hombres que aguardaban al otro lado de la isla. Mientras tanto, sin perder un solo minuto, se dispuso a organizar la expedición de rescate de los 22 marineros que esperaban en la isla Elefante, soportando ventiscas y temperaturas extremas en la noche perenne antártica. No sin dificultades consiguió la ayuda necesaria y, tras varios intentos fallidos por las complicaciones de la navegación en hielo, alcanzó la isla Elefante a bordo de un remolcador chileno y el resto de su tripulación pudo ser rescatada.
Los 28 hombres que habían salido de Plymouth dos años atrás sobrevivieron.
Éste es un tributo, a las personas que mantienen a su gente animada e ilusionada a pesar de las circunstancias que les rodean.
Es un tributo a aquellos aventureros que, arriesgando su propia vida, lucharon por sus sueños empresariales.
Es un pequeño elogio, a todos los directivos y empresarios que día a día sacan su nave a navegar en un mar lleno de incertidumbre.
José Enrique García – Director General de Equipo Humano / jegarcia@equipohumano.com / @JEGarciaLlop